Esperas en un semáforo mientras comes unas patatas fritas cuando alguien mete la mano en tu bolsa. Lo miras y piensas: «es él, es igual que él, qué emoción si es él, pero no puede ser él». Entonces, Bill Murray se traga la patata, te guiña el ojo y te susurra:
Nadie te va a creer.
El mundo es un escenario y Bill Murray no entiende la vida sin improvisación ni sorpresa: irrumpe en fiestas anónimas y monta congas, se fuma pitillos de desconocidos o se pasea por ciudades en carrito de golf.
Todo apunta a que Bill Murray tiene una misión: quiere que seamos mejores personas, más divertidas, menos robóticas, más profundas, menos pedantes. Más libres.