Un crimen imposible. Un detective insospechado. No se trata de un desafío entre el asesino y el detective, sino de un duelo de inteligencia entre el autor y el lector. —Haría falta un policía—sugirió alguien—. Un detective.
—Tenemos uno —dijo Foxá.
—Todos siguieron la dirección de su mirada.
—Eso es ridículo —protesté—. ¿Se han vuelto locos?
—Usted fue Sherlock Holmes.
—Nadie fue Sherlock Holmes. Ese detective no existió jamás. Es una invención literaria.
—Que usted encarnó de manera admirable.
—Pero fue en el cine. Nada tuvo que ver con la vida real. Sólo soy un actor.
Me contemplaban esperanzados, y lo cierto es que yo mismo empezaba a entrar en situación, como si acabaran de encender los focos y oyese el suave rumor de una cámara rodando. Aun así decidí mantenerme silencioso, cruzados los dedos bajo el mentón. No había disfrutado tanto desde que rodé El perro de Baskerville. Junio de 1960. Un temporal mantiene aisladas en la idílica isla de Utakos, frente a Corfú, a nueve personas alojadas en el pequeño hotel local. Nada hace presagiar lo que está a punto de ocurrir: Edith Mander, una discreta turista inglesa, aparece muerta en el pabellón de la playa. Lo que parece un suicidio revela indicios imperceptibles para cualquiera salvo para Hopalong Basil, un actor en decadencia que en otro tiempo encarnó en la pantalla al más célebre detective de todos los tiempos. Nadie como él, acostumbrado a aplicar en el cine las habilidades deductivas de Sherlock Holmes, puede desentrañar lo que de verdad esconde ese enigma clásico de habitación cerrada. En una isla de la que nadie puede salir y a la que nadie puede llegar, inevitablemente todos se acabarán convirtiendo en sospechosos en una fascinante novela-problema donde la literatura policial se mezcla de modo asombroso con la vida.