El máximo dominio del arte de la oratoria
consiste en ocultar dicho dominio.
He encontrado por mi biblioteca un pequeño volumen, una recopilación de textos de Jonathan Swift a cargo de Mauricio Bach, llamada Ideas para sobrevivir a la conjura de los necios, y he pasado un buen rato leyéndolo, reflexionando sobre las ideas que nos propone este autor, recordado siempre por Los Viajes de Gulliver y malinterpretado como un autor para niños, cuando es uno de los escritores británicos que manejan el ingenio y la agudeza más importantes que conozco.
Swift fue un gran polemista y crítico de la sociedad que le conoció. Pero la mayoría de sus obras fue publicada en vida de modo anónimo, salvo Los Viajes de Gulliver. Según Taine, Swift fue “ panfletario contra la oposición y contra el gobierno, despedazó o destrozó a sus adversarios haciendo uso de la ironía y de sus comentarios sentenciosos, con su tono de juez, soberano y verdugo, Hombre de mundo y poeta, inventó el sarcasmo impío, la risa fúnebre, la alegría convulsa de contrastes amargos; y arrastrando los arneses mitológicos como si fueran un guiñapo con el que hay que cargar, se construyó una poética personal mediante la plasmación de los detalles más crudos de la vida trivial, del impacto doloroso de lo grotesco, y de la revelación implacable de la inmundicia que ocultamos.”
Es famosa su frase, citada al comienzo de la novela homónima de J. K. Toole: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, lo reconoceréis por un indicio: que todos los necios se conjuran contra él.”
La infancia de Swift no debió ser muy feliz. Nació en 1667 en Dublín, pero para cuando nació su padre ya llevaba muerto siete meses, cargado de deudas. Su madre y el bebé hubieron de ser mantenidos por dos primos del padre, uno de ellos, el poeta y dramaturgo John Dryden. La nodriza que le cuidaba y con la que se hallaba más unido que con su propia madre, poco menos que lo raptó, llevándolo consigo a Inglaterra sin permiso de la madre.