Un día nublado de 1989 en la Ciudad de México un individuo se dirige a la Casa Museo Frida Kahlo. Se pone a llover y corre a resguardarse a una cantina cercana. Allí se encuentra con una anciana Chavela Vargas, que, entre vapores etílicos, empieza a contarle la historia de cómo conoció y pudo ser su relación con Frida.
Entre otras fuentes de investigación, como diversas publicaciones y documentales, y una estancia de un año en tierras mexicanas, las memorias de Chavela son para Tyto Alba -el cable que conectó con el poder evocador que la vivienda de Coyoacán, donde nació y murió Frida Kahlo, había despertado en el dibujante. -No soy muy fan de la pintura de Frida Kahlo, tampoco me atrae mucho la de Diego Rivera, pero su casa me interesó-, según apunta el autor de Badalona a Tereixa Constenla entrevistado para El País.
Además de Diego Rivera, transitan personajes como André Breton, Siqueiros, Trotski, y hasta Werner Herzog..., todos ellos vistos por los ojos de Chavela.
Este relato se erige como un homenaje a dos figuras eternas, a un país, México, a una época y a un modo de vida.