Un profesor de literatura española llega a Francia alejándose de su pasado. Ahí conoce a un chico sirio que deviene el centro de su existencia. «"No hay ninguna razón para estar triste. Deberías darte cuenta", me dijo Nizar desde fuera de la tienda de campaña con una taza caliente entre las manos y un cielo rojizo que se abría a su espalda. ¿Acaso dormiría él entre las sombras de dos frambuesos en lugar de bajo aquel cielo inmisericorde de Calais? ¿En qué parte de su sangre escondía los cien fuegos cruzados? La noche anterior dos niños saltaban sobre las ascuas de una fogata, una pequeña los miraba con una pelota roja a sus pies y un viejo golpeaba con su bastón una lata oxidada de tomate frito; otro hombre cantaba algo que sonaba a una plegaria sobre las conquistas que traerá la mañana, y nosotros pelábamos castañas crudas y nos mirábamos a cada rato para comprobar que todo marchaba como tenía que marchar.»